REVISTA PANENKA
·11 de diciembre de 2024
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·11 de diciembre de 2024
El Maidstone United siempre ha sido un equipo diferente, y nunca por una buena razón. Nadie ha sufrido una caída tan pronunciada en el fútbol inglés: del profesionalismo a jugar en parques públicos. Ningún otro ha pasado décadas exiliado de su ciudad y sin estadio propio. Su humilde historia cautivó a Nacho González, pero no fue hasta que conoció por casualidad a Sam Bone, su centrocampista titular, que el autor viajó allí para hacerla suya. Este libro cuenta cómo un club que sobrevivió a traidores, estafadores y hasta a criminales en los peores campos del Reino Unido protagonizó en 2024, junto a unos aficionados irreductibles y unos futbolistas que jamás serán millonarios, una de las mayores hazañas que se recuerdan en la FA Cup, el torneo más antiguo del fútbol. Es posible que nunca hayas visto un partido del Maidstone. Pero, después de conocer su aventura, no olvidarás lo que lograron.
Supe que Sam era un tipo peculiar desde el primer momento porque hasta la forma de conocernos lo fue. Habíamos publicado un vídeo en La Media Inglesa sobre la increíble historia del Maidstone United, el club de sexta división del que toda Inglaterra hablaba, y en él prometíamos, si llegábamos a un cierto número de visitas, ir hasta allí y subirnos a la estatua de un dinosaurio que hay en la estación de tren de la ciudad. Aquella pieza nunca alcanzó el mínimo de popularidad para que cumpliésemos nuestra parte del trato, pero a los pocos días alguien me mencionó en Twitter con una foto del monumento hecha con el móvil y una palabra en perfecto español: “Esperándote”.
Tanto la publicación como el nombre —Samuel Bone—, sin aparentes raíces hispanas, me llamaron lo suficiente la atención como para meterme en el perfil de ese desconocido. En su foto principal, un tipo sentado en un campo de fútbol vestido con la equipación de jugador completa. Paré un segundo y me pregunté si era posible que estuviese pasando lo que parecía que estaba pasando. No esperé para averiguarlo y busqué su nombre en internet.
La madre que me parió. El centrocampista titular del Maid- stone había visto y entendido nuestro vídeo y nos estaba invitando a cometer la evidente ilegalidad de montar al iguanodonte de metal de su ciudad.
No seguir tirando de ese hilo habría sido negligente no solo como periodista, sino también como simple curioso. Contacté por privado con él y me di cuenta de que además de con un futbolista, me había topado por casualidad con un auténtico personaje de libro, nunca mejor dicho: Sam hablaba español fluido gracias a todo lo que había aprendido viendo capítulos de La que se avecina y vídeos de La Media Inglesa. Me conocía perfectamente sin necesidad de presentación.
En este oficio puedes pasar años contando hazañas extraordinarias como observador, pero solo unas pocas veces sientes que la historia ha venido a buscarte a ti y no al revés. Tuve tan claro que este era el caso que le propuse a Sam vernos en Maidstone para una entrevista. Me dijo que aceptaba bajo una condición. Todavía sin conocerlo más allá de la interfaz de un chat, aquello sonó a que me iba a pedir dinero a cambio. Su respuesta volvió a tomar una salida que no esperaba: “Tráeme una botella de Aquarius de naranja, por favor. Lo echo mucho de menos”.
Sam hablaba español fluido gracias a todo lo que había aprendido viendo capítulos de La que se avecina y vídeos de La Media Inglesa. Me conocía perfectamente sin necesidad de presentación
El billete fue más caro de lo normal; si el vuelo salía demasiado pronto, las tiendas del aeropuerto no estarían abiertas, y comprar en ellas era la única forma de colar líquidos en el equipaje. Había dado mi palabra, así que escogí el avión de los auténticos ganadores, los que pagan más por madrugar menos. El dependiente que me atendió lo hizo con mirada de sospecha por las tres botellas de Aquarius que dejé en la caja, y preferí que pensase que tenía una adicción poco común antes que explicarle que iba a ver a un inglés para el que lo más delicioso de sus viajes a España no era el jamón, la sangría ni ningún otro alimento típico de la cocina mediterránea, sino una bebida industrial de naranja.
Maidstone estaba a una hora y pico de Londres en el siempre poco fiable sistema ferroviario británico, aunque un revisor de buen humor ayudó a llevarlo mejor. “Llegas a hacer eso hace cuatro años y tenemos que vaciar el tren”, le dijo con una sonrisa a un hombre que acababa de estornudar, en recuerdo de la pandemia que convirtió los espacios cerrados en un terror. Sabía con lo que me iba a topar al llegar y encontrármelo fue como el final de una peregrinación: ahí se erguía, a la salida de la estación, el dinosaurio. A sus pies, un oportuno mensaje de “Please do not climb” —“No escalar, por favor”— con el que intuí que éramos los últimos de una larguísima lista de gente que había considerado un planazo asaltar a esa pobre criatura.
Mi llegada a Maidstone pudo ser mejor, para qué engañarnos. Al encontrar el hotel, para el que había priorizado localización antes que comodidad, comprobé que el siglo XXI había sustituido la figura del recepcionista por un teclado en el que introducir un código que abría la puerta. Usé todas las combinaciones —todas incorrectas— que me sonaron a contraseña mirando los correos electrónicos de la reserva hasta que saltó una alarma. Por la mirada de una pareja de lugareños supuse que se debatían entre si era un ladrón o simplemente imbécil, con el dilema de que solo uno de los dos escenarios justificaba una llamada a la policía. Yo me alejé haciendo lo posible por dejar claro que se trataba de lo segundo. Tras una hora sin techo y varias llamadas a Madrid para que mis compañeros que habían hecho la reserva me sacaran de la calle, logré entrar por fin en la habitación más incómoda en la que he estado y con casi total seguridad estaré, pero que opté por definir como céntrica antes que como zulo para sacar el lado positivo de la situación. Al día siguiente tocaba conocer a Sam.
Ya sabía, por su posición y su estilo de juego, que Sam no iba a ser precisamente pequeño. Ni a lo alto ni a lo ancho. Lo confirmé en cuanto lo vi a lo lejos, en la calle donde habíamos quedado, metido en un abrigo largo. La talla de puerta de discoteca era una de las varias señales de su genética norteña: el tupé y la barba perfilada y afilada hasta la barbilla tenían tonos entre castaños y pelirrojos, su tez blanca con pecas necesitaba nubes para no depender cada día de protección solar y los ojos claros eran coherentes con el conjunto.
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Su presencia saltaba tan fácil a la vista como lo buena gente que era: es de los que te saludan con la confianza de quien parece que te conoce de hace años y la emoción del que te acaba de chocar la mano por primera vez. Tras comprobar que su español era fluido, se le hinchó el pecho de satisfacción, se bajó la cremallera del abrigo y me enseñó la camiseta retro del Elche que llevaba puesta. La explicación, que Sam debió suponer que necesitaba por mi cara de estupefacción, era una novia ilicitana que tuvo. Ahí estaba yo, en mitad de Maidstone, en el sureste de Gran Bretaña, con un futbolista inglés equipado con los colores de un club de segunda división de mi país mientras hablaba español gracias a una serie sobre un bloque de vecinos y los vídeos del medio en el que trabajaba.
Sam había planeado esa noche una cena en su casa con más gente, así que aprovechamos nuestro encuentro para comprar lo necesario. Si algo me quedó claro, por lo que metió en el carro del supermercado, es que el plato que iba a preparar llevaba carne. Mucha carne. Durante el trayecto profundizó en su relación con España y me pintó al anciano patrio como la prueba final para quien intenta aprender castellano: un invierno fue a Elche por Navidad con su antigua pareja convencido de que podía manejarse con el idioma, pero le fue imposible seguir cualquier conversación con el abuelo de la familia. Ese trauma le enseñó que ningún curso online podía prepararlo para un señor de boina y bastón. Nuestra caminata con parada para hacer la compra fue más productiva para su aprendizaje y du- rante unos minutos hice de profesor, aunque fuese una clase que por improvisación acabó dedicada a ampliar su repertorio de insultos. Si alguna vez Sam llegase a usar bien “cateto” o “cuerpoescombro”, sería un éxito que me atribuiría encantado.
Ya en el apartamento, establecimos la cocina como sala de entrevistas. Ahí le entregué el souvenir que había llevado directo desde Madrid. Ojalá me hiciese algo tanta ilusión como a él ver el Aquarius. “¡No me alegro de verte a ti, me alegro de que hayas venido con tres botellas!”, soltó al momento mientras se reía. Empezamos a charlar y a los veinte minutos la primera ya había bajado a la mitad. A la hora de conversación, se la había acabado. Entre botella y botella, conocí la historia de un tipo al que en el reparto de cartas la vida había escogido para él la baraja más desordenada.
Aunque su familia era de Maidstone y él había pasado buena parte de su infancia y adolescencia en la ciudad, su pasaporte británico contaba una verdad a medias: Sam nació en Malasia en 1998, cuando su padre, exfutbolista profesional, apuraba en Asia las últimas temporadas de su carrera. Volvió a Inglaterra con solo 5 años, así que su único recuerdo era la piscina de la casa en la que vivían. Fue mucho tiempo después, ya dedicándose al fútbol, cuando se dio cuenta de que su pasado en Malasia seguía muy presente de la forma menos convencional: empezaron a llegarle mensajes por redes sociales de usuarios del videojuego Football Manager quejándose de que dejaba tirado al equipo cada vez que se iba convocado con la selección asiática.
—Ahí me di cuenta de que podía ser internacional con Malasia, porque nunca antes se me había ocurrido —recordó aún con gesto sorprendido—. Alguien hizo después un montaje poniéndome la camiseta de la selección y, eh, me quedaba bien, salía guapo. La imagen llegó a la prensa nacional y empezaron a seguirme muchos malasios para pedirme que jugase con ellos. Me decían que me necesitaban, aunque no hubiesen visto ni un partido mío. Y si alguna vez me llamasen iría seguro, porque ya tengo 26 años, juego en sexta división y no tiene pinta de que vaya a llegar pronto una oportunidad con Inglaterra. Quiero volver algún día, pero es carísimo viajar allí, así que necesito que me convoquen, porque mi dinero me lo voy a gastar a partir de ahora en Aquarius.
En Inglaterra creció con una carrera en el fútbol como objetivo y entró en la cantera del Charlton Athletic. Allí coincidió con Joe Gomez, Ezri Konsa o Ademola Lookman. Inocente de mí, esperando que Sam me contase alguna batalla heroica al lado de Gomez, todo un campeón de Inglaterra y de Europa con el Liverpool, le pregunté por alguna anécdota compartida. Que se riese al instante me dio una idea de que lo que me iba a explicar no era precisamente una epopeya: “Intenté hacerle una entrada y reboté contra Joe. Quien acabó en el suelo fui yo y decidí que era la última vez que iba a acercarme a él”.
Un día, con 18 años, tras la celebración de la boda de su tía, Sam notó molestias en un testículo al irse a la cama. A la mañana siguiente fue al baño, palpó un bulto y pidió un primer diagnóstico
A los que no hemos dado un pase recto en nuestra vida es fácil impresionarnos con la carta de haber jugado con los juveniles de algún equipo profesional. Sam había vestido la camiseta del Charlton, un club que crecí viéndolo en la Premier League; yo solo podía presumir de haberme enfrentado en una liga de domingos al exfutbolista Antonio Núñez, que tuvo por cierto la habilidad de humillarnos sin hacer un solo esprint a pesar de que avisé a mis compañeros de que ese tío había jugado en Anfield y en el Bernabéu. Y, sin embargo, me fui dando cuenta de que el paso de Sam por el Charlton no era tan emocionante si rascaba más allá de la superficie.
No compartió ni una historia de la que alardear de su tiempo allí. Solo le alegró recordar que le apodaban ‘Carrick’ por su parecido físico y futbolístico con el mítico centrocampista inglés, pero eso duró, según él, “el tiempo que tardaron en darse cuenta de que en realidad era bastante malo”. De hecho, habló de aquel Sam como un adolescente arrogante que daba por sentado su éxito por un par de partidos buenos y que acabó frustrado al ver cómo otros lo adelantaban por la derecha. Por querer ganar rápido sin todavía haber empatado con nadie terminó por no soportarse ni a sí mismo: “Nunca querrías en tu plantilla a un jugador como el que fui”.
Ganó una copa regional con los sub-23 del Charlton y fue titular en la final contra el Gillingham con solo 16 años, pero fue un éxito al que no dio demasiada importancia, porque sabía que lo había conseguido un chaval en el que ya no se reconocía. En el tamaño, en cambio, sí se parecían aquel Sam y el que me encontré en Maidstone. Lo mejor de ver el vídeo de aquel partido fue sin duda distinguirlo como el tipo más grande en el campo a pesar de ser prácticamente el único que no podía pedir una cerveza en un bar.
Aunque puede que ese desarrollo físico imponente y prematuro le abriese puertas al principio, con el tiempo el Charlton se hartó de esperar que explotara como jugador y se quedó sin equipo. Y así, sin un club al que acudir, llegó de golpe el gran punto de inflexión de su vida.
Un día, con 18 años, tras la celebración de la boda de su tía, Sam notó molestias en un testículo al irse a la cama. A la mañana siguiente fue al baño, palpó un bulto y pidió un primer diagnóstico al único médico de cuya consulta siempre sales convencido de tu propia muerte: Google.
—Todo lo que leí eran malas señales. Intenté olvidar el tema e hice pruebas con la academia del Manchester United, del Sunderland… Pensé que no sería para tanto. Pero hicimos un chequeo con el doctor y, después de que me dijese que estaba todo bien, me mandó una radiografía por mi insistencia. Unos días más tarde me dijo que era cáncer.