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·26 de abril de 2025

Opinión | Caparrós, ¿un sueño efímero?

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En el corazón de Nervión, donde antaño floreció la primavera de los sueños europeos, hoy no queda más que un otoño perpetuo, espeso y resignado.

El Sevilla Fútbol Club, antiguo coloso andaluz de alma ardiente y noches inmortales, vaga ahora por los campos de La Liga como una silueta desdibujada de sí mismo. Lo hace arrastrado por las consecuencias de una gestión errática, una presidencia silente y una dirección deportiva atrapada en una deriva desconcertante. Como una nave sin timón, el club ignora los escollos que lo cercan, inmerso en una confusión estructural que amenaza con convertir la decadencia en costumbre.

La reaparición de Joaquín Caparrós, figura entrañable en el imaginario sevillista, ha sido interpretada más como un gesto emocional que como una apuesta racional. El mito ha vuelto al banquillo, pero lo ha hecho impulsado más por el peso de su legado que por la claridad de un plan. Es la nostalgia quien guía ahora el timón, como si el pasado pudiera por sí solo corregir el desorden del presente.


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Caparrós, el viejo arquitecto de Utrera, parece ahora más cerca del canto de despedida que del diseño de una reconstrucción. Frente al Alavés, en la jornada 32, su Sevilla mostró un atisbo de intención que pronto se apagó. Apostó por Romero y Ejuke, dos piezas sin alma ni sustancia, incapaces de alterar la inercia de un equipo plano. Su inclusión, difícil de justificar desde el rendimiento, solo se explica desde la confianza o la esperanza. Ninguna de las dos bastó.

El debut del canterano Ramón Martínez ofreció una tímida luz entre las sombras. Su actuación, seria y comprometida, contrastó con una zaga que continúa naufragando pese a los esfuerzos individuales. El gol de Peque, lúcido entre tanta mediocridad, fue lo único que permitió maquillar un empate que en realidad supo a derrota. El Alavés, sin alardes, fue capaz de igualar y someter.

Una jornada después, frente a Osasuna, Caparrós dio rienda suelta a decisiones cuanto menos discutibles. Su once inicial rozó lo extravagante: Hormigo, lateral con vocación defensiva, fue desplazado al interior izquierdo; Lukebakio, aislado en la delantera, navegó en soledad hasta que su frustración se tornó en autoexpulsión. Su codazo, tan imperdonable como evitable, tan disimulado como polémico, condensó el estado anímico de un equipo al borde del colapso.

El propio Peque, uno de los pocos que había ofrecido respuestas ante el Alavés, fue esta vez relegado al banquillo. García Pascual entró en el minuto 37, en un movimiento que pareció más reflejo de incertidumbre que de estrategia. El Sevilla perdía desde el 25, pero Caparrós guardó dos sustituciones como quien retiene una carta que no sabe jugar. No hubo reacción. Solo resignación. Y canteranos para el currículum.

Pero sería injusto y simplista reducir el drama a la figura del entrenador. La suya no deja de ser una aparición sintomática de una enfermedad más profunda. El verdadero epicentro del mal está en la cúspide. Una presidencia encapsulada en discursos vacíos, incapaz de asumir responsabilidades con firmeza. Un director deportivo, Víctor Orta, atrapado en un bucle de decisiones erráticas, encadenando fichajes sin sentido, jugadores sin hambre, sin encaje, sin liderazgo. El Sevilla parece no solo mal planificado, sino directamente desatendido.

Los mismos que renovaron a García Pimienta por una victoria contra el colista en septiembre, fueron quienes lo despidieron meses después, reconociendo su propio error con la boca pequeña. Ahora se refugian en la leyenda del pasado, esperando que el eco de otras épocas calme una afición que ya ha perdido la paciencia.

Este Sevilla no tiene alma ni dirección. Sus decisiones son azarosas, como dados lanzados sobre un tablero sin reglas. Caparrós parece más empeñado en dejar su sello sentimental que en extraer puntos. La cantera, en lugar de ser eje de un proyecto, es tratada como un recurso decorativo. La mayoría de jugadores se desvalorizan. Los que no, serán vendidos este verano, pues el límite salarial es equiparable al de un equipo de Segunda RFEF. Hay futbolistas que se lesionan antes de recuperarse, otros que llevan más de un año sin encadenar dos partidos consecutivos. Los hay que rindieron bien al comienzo de temporada y que, de repente, parecen haberse olvidado de competir. Y luego está Marcao.

Lo que resta de campaña amenaza con convertirse en un vía crucis. No por la derrota en sí, que en el fútbol es parte del juego, sino por la forma en que se pierde: sin lucha, sin orgullo, sin fe. Esa es la verdadera tragedia. El entrenador, con su libreto desactualizado, y la cúpula, con su ceguera institucional, están llevando al club al borde del abismo con una mezcla devastadora de sentimentalismo y negligencia.

Nervión, que fue caldera de pasiones y epopeyas, se ha convertido en un laboratorio de ilusiones rotas. De experimentos fallidos. Cada jornada, cada alineación, cada rueda de prensa sin respuestas, no hace sino tallar con mayor profundidad el epitafio de una de las temporadas más sombrías de la historia del Sevilla Fútbol Club.

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