lavidaenrojiblanco.com
·7 November 2024
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Cuando todo parecía perdido, cuando la parroquia rojiblanca ya estaba cansada de llevarse la mano a la cara, taparse los ojos, suspirar, cruzar los dedos, tentarse la ropa, y ya no había tiempo para más, apenas para el silbido final del árbitro. Cuando ya todos parecían agradecer por rescatar un punto imposible e incluso a hacer cábalas sobre lo importante que podría ser de cara al futuro, a la confianza, a la clasificación, entonces, cuando Marciniak ya se llevaba el silbato a la boca para decretar el agónico final, Oblak, que había atajado la enésima pelota, en vez de tirarse al suelo, esperar, reposar tras la dura batalla que, en muchas ocasiones solo, había librado, en vez de eso sorprendió a todos sacando rapidísimo, una pelota larga con la mano, precisa, buscando a Griezmann, que tenía por delante terreno, apenas en la medular. El francés, errático toda la noche, dudó, pensó en frenar, en girar, en proteger, en esperar el pitido final, en rescatar el punto, pero el instinto le hizo avanzar un poco hacia adelante y ver que Correa entraba por la derecha, y ponerle una pelota allí, al espacio justo, con la precisión justa, la que no había tenido en una noche horrible para él. Y entonces el argentino controló como el ángel que es, se adentró en el área, dribló a Marquinhos con una facilidad pasmosa y con su pierna zurda, de interior, abrió el ángulo y batió a Donarumma en un gol que enmudeció el Parque de los Príncipes con ese silencio que arrastran las catástrofes mayores. De nuevo Correa saliendo desde el banco para cambiarlo todo. El Gol se gritó en el Calderón, en el Metropolitano, de Aluche a Canillejas, de Carabanchel a Pekín, se gritó con esa mezcla de rabia y miedo contenidos durante noventa y tres minutos, de desesperación e impotencia, de asombro. No era un punto sino tres. Era una victoria trascendental en el devenir de esta Champions extraña, era un milagro de los de antes, de los que llegan como recompensa a una resistencia exacerbada que castiga siempre al mismo con la ley más inexorable del fútbol, la que probablemente lo convierte en un deporte único: quien perdona, lo paga.
Era mala plaza París para llegar con la defensa en cuadro y con esa debilidad de visitante que arrastra el Atleti en lo que va de temporada. Simeone lo sabía y ante la dimensión del rival, como viene siendo habitual en él, salió a protegerse, metió dos líneas de cuatro muy juntitas y Griezmann y Julián arriba, por decir algo, porque eran los primeros peones de la defensa. Sin embargo, uno de los zagueros, lo arruinó todo demasiado pronto. Lenglet, en un fallo inasumible para un profesional en las circunstancias que libraba el Atleti ayer, le regaló el primer gol al PSG, Zaïre-Emery empujó a placer el uno a cero apenas pasado el cuarto de hora de partido. El Atleti se vio obligado a cambiar el plan demasiado pronto y tuvo que estirarse, ahí se vio que en cuanto juntaba tres, cuatro pases, el sistema defensivo de los de Luis Enrique era demasiado frágil, que el Atleti podía estar para más. Muy pronto llegó el empate, con una jugada que llegó a su fin gracias a la fe inacabable de Giuliano por la derecha, que remató duro, recogió el rechace y comenzó de nuevo y al final un rebote cayó a Nahuel que enganchó un buen disparo a bote pronto dentro del área con la pierna zurda. El gol dio confianza al lateral, que la necesita, y mejoró su rendimiento, también animó a la hinchada, que se convenció de que el Atleti, al que habían visto apocado y disminuido, podía ponerse a la altura del gigante.
Pero no fue así. Los de Simeone volvieron al plan inicial. Bloque bajo, equipo hundido, resistencia, e incapacidad absoluta para mantener el control del balón, para lanzar una contra, para atemorizar al rival. Hubo un pequeño atisbo en el sesenta, con los tres primeros cambios: entraron Reinildo, Riquelme y Koke, para sustituir las posiciones de Javi Galán, Giuliano y De Paul. Hubo unos minutos en los que parecía que el partido podía cambiar de rumbo. No tal. Todo volvió a lo de siempre, un PSG desbocado en ataque, sobre todo por la banda de Dembelé y Hakimi, un Atleti afanoso en defensa, haciendo lo que podía, pero siendo incapaz de contener aquel caudal ofensivo. Detrás de todo aquello, quedaba Oblak. El Oblak de las grandes citas, que con sus intervenciones sostuvo al equipo con vida, de una manera repetitiva y milagrosa y así, dio la oportunidad de que este equipo fuera fiel a su historia, y al final de todo, consiguiera lo imposible.
Foto: atleticodemadrid.com
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