Racing Club de Avellaneda: el origen de la tragedia | OneFootball

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REVISTA PANENKA

·17 Januari 2025

Racing Club de Avellaneda: el origen de la tragedia

Gambar artikel:Racing Club de Avellaneda: el origen de la tragedia

Qué significa ser de la Academia para un niño de la pampa bonaerense de los años 90. Por qué su entrenador se acaba de convertir en leyenda. Qué tiene este equipo argentino que resulta tan fascinante con sus claroscuros y sus gestas. Y por qué su hinchada es la versión contemporánea del coro griego.


El fútbol era lo más importante, la suerte de mi equipo. Lo habitual para un niño de pueblo bonaerense en la Argentina de finales de los 80 y principios de los 90: la pampa húmeda, mucho viento, mucha llanura, nada más que dos canales de TV y bastante nada que hacer después del cole. Lo que no era normal era hacerse hincha de Racing, escoger por voluntad propia el unívoco destino de la tragedia.


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Nadie se hacía en esos años, por sí solo, a sí mismo, hincha de Racing. Había que tener tendencias depresivas bastante marcadas, casi suicidas. De Racing te hacía tu papá, si acaso algún tío muy cercano. Pero: sólo dos canales de TV, una radio AM que sólo emitía la Primera División, el Club Atlético Tigre deambulando en Primera B Metropolitana, la tercera división. El equipo de mi papá no era una opción viable, no habría funcionado, supongo. No recuerdo siquiera que lo hubiese intentado.

Todos mis amigos tenían equipo menos yo. Así que Racing Club de Avellaneda. La causa principal: la Supercopa de 1988, mis siete años, un DT que ya era una leyenda en Racing, Alfio Basile, y que después lo sería de Argentina, algunas figuras (Fillol, Paz, Fabbri, Colombatti y su capitán, un tal Gustavo Adolfo Costas). Necesitaba tener un equipo, algo que contestar cuando me preguntaban, en esa eterna sintaxis tan extraña, de qué hincha sos. Y lo estrené con mis ocho años recién cumplidos, iniciando la etapa en la que más me importó el fútbol, hasta los 15 años, es decir, todo ese tiempo en el que disfruté mucho jugándolo hasta que empecé a salir y dejé de hacer deporte y la erótica pasó por otro lado: crecer, alimentar alguna vocación, pensar mejor ciertas cosas, enamorarme de personas, estresarme y, aunque siempre estuvo ahí, sigue importando, nunca sería lo más gravitante o nunca como en aquellos años.

“Nadie duda que sin tantas canchas llenas, tanta euforia y gritos, tanto apoyo y empuje de sus hinchas, Racing no sería lo que es, que quizás sería muchísimo menos”

Pero Racing no me dio nada en esa época en la que habría dado lo que fuera porque me diera algo. Nada de nada. Mientras todos mis amigos festejaban títulos (Boca, River, Independiente) nosotros, a veces, festejábamos alguna victoria o empate sobre la hora contra estos que sí ganaban campeonatos. Viajar a Avellaneda era complicado, casi 500 km de distancia desde Lobería, de manera que tampoco podía reemplazar la ausencia de títulos con la pertenencia barrial así que compraba de vez en cuando alguna revista con la radio AM pegada a la oreja,  mientras llegaba la TV por cable y, a veces, pasaban los goles. Así, a la distancia, en relativa soledad, fui alimentando eso que en la jerga racinguista se llama la pasión inexplicable. Y me convertía en una figura exótica en el mapa de hinchas del pueblo: era El Hincha de Racing. Casi una tipología, aunque había algunos más, pero no éramos muchos. Y estaba mi mamá, a quien el fútbol le importa nada pero que veía a su primogénito sufrir tanto y empezaba a hacer fuerza por ese equipo extraño y siempre apaleado de camiseta blanca y celeste.

No me disgustaba tampoco la diferencia. Poco a poco, empezaba a comprobar el encanto que tenía ser de Racing, toda la épica que se iba acumulando en su relato como reacción a las tragedias, sus hinchas más famosos (Gardel, Cerati, Piazzolla, Capusotto), algunos un poco forzados como John Lennon (dicen que dijo no sé a quién, dicen que hay un vídeo, que cuando ganamos al Celtic escocés la final de la Copa Intercontinental en 1967 su pasión inglesa por el fútbol lo llevó a decir que era de Racing sólo para molestar a sus vecinos) o incomprobables como el mismísimo Obelix. A veces me sentía solo, tan solo, cuando perdíamos escandalosamente contra tantos compañeros de aula, de entreno, cada vez más cansado de soportar a las hordas felices, sus fauces burlonas contra mí soledad desprovista de títulos. Entonces, el refugio de la mística: la hinchada, La Guardia Imperial, esos seres de musculosas que trabajan de barrabravas y que ingresan cada partido como guardias pretorianas en su lugar sagrado detrás del arco. Sus canciones contra la amargura de los rivales, sobre tirar tiros y aguantar los trapos, la droga y la pasión, dejar la vida por los colores: tantas entelequias seductoras.

Pude ir al Cilindro por primera vez a los 14 años, un clásico contra Independiente, después de haber asistido a la fundación de una filial que se llamaba como esa capitán desgarbado campeón en el 88, tan hincha de Racing, que ahora estaba jugando sus últimos años en el club: Gustavo Adolfo Costas. No éramos muchos, no alcanzaba con Lobería, se sumaron otros pueblos cercanos. Y sacamos un autobús repleto para hacer esos 500 km que parecían imposibles. Y otra vez ese nombre que venía del mito de origen, que teníamos presentes todos los hinchas de Racing porque era uno de los nuestros, desde que fue la mascota del equipo de José, ese que ganó la Copa Intercontinental en 1967. Y que seguía jugando, nunca destacando demasiado, pero siempre con mucho tanto amor por la camiseta. Había muchas filiales de Racing en el país y nos parecía extraño que ninguna llevara su nombre y que se repitieran tanto otros. Creo que fuimos pioneros en darle a nuestro grupo la denominación que ahora está tan en auge, estampado en tantos homenajes.

“Los años 90 fueron duros para muchísima gente en Argentina, el país se hundía en el desempleo y la pobreza, y todos los hinchas de Racing teníamos el plus de que seguíamos sumando décadas de fracasos”

Fue el 5 de mayo de 1996. Nada se pareció nunca a ese día, el Cilindro nunca se pareció a ese día. Había público visitante, todavía, una fiesta en ambas tribunas: Independiente de bengalas rojas,  Racing de serpentinas blancas de papel. Fue el primer gol que grité en vivo, el del empate, y no lo hice con la alegría convencional, sino con una alegría agresiva, insultando a la tribuna rival, seguramente el ceño fruncido y la cara de tano sufridito tan violento. Los años 90 fueron duros para muchísima gente en Argentina, el país se hundía en el desempleo y la pobreza, y todos los hinchas de Racing teníamos el plus de que seguíamos sumando décadas de fracasos. Y yo vivía a 500 kilómetros de Avellaneda, en la llanura pampeana, era mi primer grito de gol in situ y quería tanto venir a esta cancha tantas veces. Festejar un gol durante ese día, ese año, ese instante, supongo que también era algo parecido al resentimiento.

Poco después, Costas se retiró del fútbol, la filial se desarmó, me fui a estudiar a La Plata y, después de 35 años, el alivio. Racing salía campeón justo en el año en que toda esa crisis de los 90 hacía eclosión a principios de los 2000, concretamente en diciembre de 2001, después del helicóptero de De La Rúa, el corralito, la sucesión de presidentes, la gente en las calles, las gomas quemadas, la represión policial y el que se vayan todos. Parecía imposible, yo empezaba a naturalizar que nunca vería a mi equipo campeón. Y sucedió en un momento en que el fútbol de Racing estaba privatizado, se había decretado la quiebra hacía poco y en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires a la que pertenece Avellaneda, la hinchada de Racing se tomaba el tren cada día para protestar frente a unos juzgados que quedaban muy cerca de mi casa. Después, algunos findes, yo hacía el viaje inverso para ir a la cancha, en el mismo tren destrozado, vagones sin asientos ni ventanillas, viajando de pie, atento a cuando el maquinista frenaba con levedad frente a la cancha y nos bajábamos cientos con el tren en marcha, en medio de las vías.

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Durante todo ese trance de la quiebra, Racing atesoró algunas gestas que quedaron en la mitología, sobre todo en una canción que dice “si llenamos nuestra cancha y no jugamos, defendimos del remate nuestra sede”. Único caso conocido en el mundo: el 7 de marzo de 1999 Racing tendría que haber jugado su partido correspondiente por la liga pero los problemas legales se lo impedían, entonces los jugadores no se presentaron, pero la hinchada sí. Y colmaron las tribunas. Lo de la defensa de la sede fue fruto de la manera que adquirió la protesta social en esos años en Argentina: el piquete, la acción directa, el escrache. En este caso, un cordón humano que impidió que los funcionarios allanaran la sede que el club tiene en el barrio porteño de Villa del Parque y procedieran a rematarla.

También hubo otra gesta de la cual hoy se ven algunos resultados en el mundo: le creación del Predio Tita Mattiusi, un terreno baldío que los socios decidieron ocupar y poner en marcha después de meses de trabajo voluntario, para que sirviera como lugar de entrenamiento de las divisiones inferiores. El nombre venía de una figura mítica de Racing, una mujer que vivía en el mismísimo estadio y que, hasta su muerte, estaba encargada de la lavandería del club y de la pensión en la que se alojaban los chicos del interior del país que venían a jugar. En ese predio, producto de la voluntad ad honorem de un grupo de personas, se formaron dos campeones del mundo: Rodrigo De Paul y Lautaro Martínez.

Y el último partido que nos consagró campeón en ese 2001, que jugábamos de visitante, se abrió la cancha de Racing para que fuera la gente y lo viera en directo en pantalla gigante. Otro famoso hito: llenar dos canchas el mismo día. Yo estuve a punto de ir al Cilindro, pero era finales de diciembre y las clases ya habían terminado, la fecha del partido se decidió sobre la marcha y Argentina estaba violenta, abandonaba hacía pocos días un estado de sitio que nadie acató, yo militaba en la izquierda universitaria y era vox pópuli que la policía bonaerense tenía sus listas negras. Además, participé de manera activa en la toma de nuestra facultad durante 45 días. Había bastante miedo, en general. Mis padres no habían visto caer un gobierno así ni reprimir a la gente así desde los años 70 y me rogaron volver. Tuve que aceptar. Pocos meses después, en la estación de tren de Avellaneda, a 20 minutos a pie del Ciilindro, en la que nos bajábamos cuando veníamos de La Plata para ir a la cancha cuando no nos animábamos a hacerlo con el tren en marcha, la Policía Bonaerense asesinaba a sangre fría a dos piqueteros desarmados, ante los ojos de todo un país. Hasta el día de hoy, la estación dejó de tener la toponimia de la ciudad y pasó a llamarse Darío Santillán y Maximiliano Kosteki.

“Gustavo Adolfo Costas, el líder con el que siempre nos identificamos porque fuimos como él tantas veces, cada uno de nosotros, desde que somos hinchas de esta cosa extraña llamada Racing Club”

Después, Racing volvió a ser de los socios, estuvo a punto de irse al descenso y entre una cosa y la otra, Gustavo Adolfo Costas tuvo dos periodos como entrenador bastante flojos: malos planteles, un club devastado, quizás malas decisiones de su parte. Seguía teniendo esa deuda pendiente después de ser campeón como mascota y como jugador, ahora faltaba el título de DT que sí había conseguido en otros países sudamericanos. Y yo tenía mi deuda con Europa, pero nada de dinero para saldarla. Así que, después de estudiar catalán en Argentina y de terminar mi carrera, apareció una beca: en 2009 llegué a Barcelona. Otras costas, otro tipo de distancia.

Y llegó un nuevo campeonato en 2014, pleno invierno europeo, la lluvia y el frío, el nacimiento de la subfilial Barcelona dentro de la Filial España de Racing, el crecimiento paulatino de los hinchas en la capital catalana. Para esos años, ya había chicos que sí se habían hecho de Racing, ya era posible, y también Argentina caía en nuevas crisis y exportaba nuevas migraciones de jóvenes. Y después vino un viaje en 2018 por tierra (coche, tren, autobús, teleférico) durante seis meses por Sudamérica y ese equipo de Coudet que se consagraría campeón, los partidos borrosos en un portátil en los tantos paisajes andinos y amazónicos, entre autopistas y chabolas, entre caribes, manglares y nieves.

Hasta que el nombre reapareció. Gustavo Adolfo Costas asumía en 2024 como director técnico tras el fracaso de Fernando Gago (sus caprichos, su soberbia infundada, dos años perdidos) y como jugada política del presidente Víctor Blanco para tapar su anquilosamiento en año electoral: necesitaba una figura que la gente de Racing respetara, pase lo que pase. Y no lo puteamos, porque Costas es alguien como nosotros, porque era con él con quien queríamos que nos pasaran las cosas. Viajé a Argentina, pude llevar a mi novia española Marta a conocer el Cilindro y vimos desde las tribunas, el aura misma, los seis goles a Huachipato por la Copa Sudamericana que ganaríamos pocos meses después.

Y una final internacional, después de 36 años, la misma cantidad de años que yo cumplía como hincha de Racing. Otra vez contra Cruzeiro, como en 1988. Una final que vi aislado y distante, otra vez, siempre presente pero tan lejos. La Cartuja de Monegros, un pueblo de colonización de menos de 300 habitantes: mis suegros, los tíos de Marta, alguna prima, una pareja de amigos de Barcelona, yo en un sofá poseído, las venas hinchadas, el llanto final. Y la promesa: dar la vuelta olímpica en la plaza del pueblo, noche profunda de sábado, nadie en las calles, un tipo flaco y alto gritando como un loco que en el este y el oeste, en el norte y en el sur, brilla la blanca y celeste, la academia racing club. Y tantos saludos, por las redes sociales, de tanta gente querida. Y un tuit de Flora (@mmmifla): “Todos tenemos un amigo de racing que queremos que sea feliz. Si no lo tenés sos vos el amigo de racing”.

“No tengo religión, tengo a Racing. Y, al parecer, necesito que me haga feliz en ciertos momentos, que reemplace de manera ilusoria los fracasos personales, volver a esa alegría concentrada de niño futbolero”

Y acá estoy, gastando palabras en explicar lo inexplicable, tratando de darle el sentido a lo que no lo tiene. O que si lo tiene, solo es en el sinsentido: la necesidad de tener algún espacio en tu existencia que sea todo furia y caos, puro flujo de inconsciencia. No tengo religión, tengo a Racing. Y, al parecer, necesito que me haga feliz en ciertos momentos, que reemplace de manera ilusoria los fracasos personales, volver a esa alegría concentrada de niño futbolero, tener cada cierto periodo ese tipo de regresión.

Siempre me cautivó asociar a Racing con la tragedia griega, me gustan ambos mundos, cada cual a su manera celebrando a Dionisio. Además, la hinchada cumple casi a la perfección con la función del coro griego, esa capacidad de incidir en el desarrollo de las tramas del teatro. Nadie duda que sin tantas canchas llenas, tanta euforia y gritos, tanto apoyo y empuje de sus hinchas, Racing no sería lo que es, que quizás sería muchísimo menos. Y durante esta última final lo demostró, otra vez. Después de agotar las 12 mil entradas propias, los hinchas empezaron a comprar por internet las que correspondían a Cruzeiro. Y ni siquiera el sector brasileño estuvo lleno, la superioridad numérica de Racing fue abrumadora. De hecho, en una entrevista por televisión, Gustavo Costas contó qué le dijo a sus jugadores en la charla técnica antes de la final. No quiso ir a lo obvio pero tampoco se le ocurría nada hasta que recordó lo que les había dicho Alfio Basile tres años antes de ganar la Supercopa de 1988, en un momento muy duro del año 1985 con Racing en segunda división, un partido clave contra Atlanta para ascender. Y lo parafraseó: “Ahí afuera hay 50 mil almas, 30 mil almas en el Cilindro, millones de hinchas de Racing en todo el país. Son 9 mil brasileños, vayan y pásenlos por encima”.

Desaliñado, supersticioso, entrañable, dando órdenes tácticas mientras canta las canciones de las tribunas. Siempre su nombre presente, en todos los trances, cada día de todo estos años en los que decidí, tan inconsciente, ir por este camino. Gustavo Adolfo Costas, el líder con el que siempre nos identificamos porque fuimos como él tantas veces, cada uno de nosotros, desde que somos hinchas de esta cosa extraña llamada Racing Club.

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Fotografías de Getty Images.

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