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La Galerna

·11 novembre 2024

A cada cerdo le llega Susan Martín

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Susan Martín era una cerdita indecente de pata Negreira. Vivía con su familia en una afamada masía. El edificio lucía lustroso por fuera, pero el entramado de vigas de madera que lo sustentaba se encontraba horadado por la carcoma. El payés que la regentaba había destinado el dinero necesario para el mantenimiento de la estructura y del funcionamiento de la explotación a otros menesteres y solo se ocupaba de la imagen exterior.

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Susan Martín gozaba de privilegios que el resto de animales no disfrutaban merced a un relato inventado por el payés actual, por quienes le precedieron, y por otros marranos de diferentes piaras afines con mucho poder en el mundo de los puercos. En dicha fabulación, abundaban los perjuicios históricos sufridos por Susan Martín. Todos ellos, falsos.


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Salvo en una villa y algún caserío, en el resto de masías, cortijos, barracas, cabañas, alquerías, cigarrales, corralones, pazos y casonas, el discurso falaz del payés y de la cerdita Negreira había calado. Susan Martín era pérfida, infringía multitud de normas porcinas, pero a pesar de ello era admirada por la mayoría de animales del país.

Su inmerecida buena imagen traspasó fronteras —no faltaron famosos que quisieron inmortalizarse con ella— y se extendió por cierto chalet suizo con mando en plaza, pero también por châteaus, dachas, isbas, palapas, yurtas e incluso tipis al otro lado del charco, donde emigraron un grupo de cerdos de la masía que previamente habían arrojado impunemente al barro a otros congéneres durante años.

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Susan Martín era una cerdita consentida. Había sido malcriada por todos en el seno de una piara donde nunca faltó una trufa del Piamonte que llevarse a la boca y le consintieron cuantos caprichos se le antojaban a la marrana. Los diferentes payeses que la cuidaron no dudaron el sacar el fajo de billetes del bolsillo para ir allanando el camino de la gorrina, quien, al cabo de un tiempo, pensó que todo el monte era orégano, o bellotas, y decidió campar a sus anchas sin temor a las consecuencias, porque no las había.

Cada año tenía lugar un Campeonato de Liga de trufas en el cual porfiaban puercos de distintos lugares de España. El mecanismo del juego era muy simple: dado un rectángulo, delimitado con líneas de cal, de unas medidas reglamentarias de entre 100 y 110 metros de largo y 64 y 75 metros de ancho, dos cerditas rivales habían de localizar con el hocico, desenterrar y ligar con la boca una trufa escondida por un miembro del Comité Técnico de Adscritos (CTA). Quien antes lo consiguiese, ganaba.

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El CTA, además, se encargaba dirimir en favor de uno u otro contendiente las disputas que surgían durante el juego aplicando el reglamento elaborado a tal efecto. También se había implementado un sistema de vídeo que grababa las contiendas, ya que en ocasiones era difícil dilucidar qué cerdita encontraba primero la trufa, pues numerosas veces la ganadora se resolvía por media pezuña. En caso de duda, las imágenes las revisaban miembros del CTA en un mesón cercano a la masía conocido como BAR.

A pesar de la existencia de otra cerdita llamado Mocita, procedente de una villa, que ganaba con asiduidad una competición análoga pero de ámbito europeo y mayor prestigio y rango, Susan Martín se alzaba con el Campeonato de Liga de trufas patrio —decisiones controvertidas del CTA mediante— con una asiduidad que desafiaba a las matemáticas y a la lógica, pues además de estas dos contendientes, participaban otras 18 competidoras de nivel que rara vez lograban imponerse a Susan Martín.

Históricamente, Mocita, la cerdita alegre y risueña, había dominado la competición gracias al esfuerzo constante y la ética en el trabajo. Sin embargo, tras una serie de movimientos en la cúpula del CTA, la situación cambió drásticamente y la de la masía comenzó a tiranizar los campeonatos. Quienes hacían públicas las dudas suscitadas por esta aberración estadística eran acusados de conspiranoicos y, salvo ellos, existía un consenso general en cuanto a que Susan Martín hocicaba con una calidad y precisión lejos del alcance de cualquier otra cerdita, lo cual le hacía merecedora de todos los títulos y loas obtenidas.

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Un día, un grupo de tunos que recorrían los diferentes rincones del país en busca de historias para difundir en forma de cantares descubrieron que durante al menos 17 años, aunque tenían sospechas fundadas de que fueron muchos más, los diferentes payeses que estuvieron al mando de la masía habían estado pagando grandes cantidades de dinero al vicepresidente del Comité Técnico de Adscritos (CTA).

El terremoto fue considerable, pero los paisanos al frente de las diferentes instituciones encargadas de velar por la integridad de la competición se apresuraron a declarar que el comportamiento de Susan Martín y sus payeses era censurable, pero no podía conllevar ningún tipo de sanción de acuerdo a unas leyes que habían sido recientemente modificadas por coterráneos que habían alternado sus labores en la masía con su presencia en los organismos que gestionaban la competición. Todos aseguraban que los posibles delitos habían prescrito.

El payés afirmó que pagaba al CTA por la elaboración de informes, pese a que jamás se halló ninguno y sí las facturas de los abonos. El vicepresidente del CTA declaró ante las autoridades que le pagaban «para que todo fuera neutral», reconociendo implícitamente que influía en la competición. También salió a la luz que su hijo acompañaba a los adscritos encargados de enterrar el hongo y de impartir justicia antes de cada contienda. Y una investigación independiente halló pruebas de que Susan Martín era informada, vía CTA, de la ubicación de la trufa antes del comienzo de cada juego.

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Tras décadas de mala gestión de varios payeses, Susan Martín se hallaba en situación precaria y no cumplía los requisitos mínimos para inscribirla en el Campeonato de Liga de trufas, pero, temporada tras temporada, el paisano al frente del mismo hacía la vista gorda y daba luz verde a su participación.

Un acaudalado terrateniente y ferviente seguidor de Susan Martín la avaló. Simultáneamente, a este avalista le fue otorgada la producción de las grabaciones del juego y el control de las imágenes que se suministraban a los miembros del CTA en el BAR. Nadie —salvo los miembros de la villa de la Mocita y un grupo de irreductibles defensores de la verdad encabezados por unos quijotes conocidos como galernautas— clamó por tamaño conflicto de intereses.

Las anomalías estadísticas continuaron. Cada vez que dos cerditas llegaban prácticamente a la vez a la trufa, el BAR decidía que la victoria debía ser para Susan Martín. Los tunos no veían nada extraño y no propagaban los hechos, hasta que, en una ocasión, el asunto de quién había hallado antes la criadilla de tierra cayó del lado contrario a la cerdita de la masía por apenas milímetros y venció la participante del caserío. Aquella jornada, los cantares clamaron por la limpieza del CTA, del BAR y del sistema en general. Paradójicamente, los mayores perjudicados durante los años de pagos de los payeses al CTA —el señor de la villa y Mocita— fueron acusados de manejar los hilos en favor propio.

A cada cerdo le llega Susan Martín, pero con aviesas intenciones y el objetivo de estafarle o competir contra él en desigual lucha trufada de trampas.

Getty Images.

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